El feminismo explicado por langostas

Hace bastante que no participo en el debate político público iluminado sobre el feminismo y la dictadura de lo políticamente correcto versus la libertad de pensamiento. Como es sabido, el Lobby Lesbiano Internacional (ILL, por sus siglas y significado de sus siglas en inglés) y la Asociación de Destructoras del Lenguaje (ADL) están imponiendo –en la psique de las mujeres, niñas, gays, niñxs gays y varones permeables que se hacen los progres– ideas sobre cómo volver al puritanismo y a la era victoriana mediante el uso indiscriminado de “x” y feminizaciones lingüísticas ridículas como “jueza”, “presidenta” o “médica”. Todo esto mientras se sodomiza la inteligencia de los varones inteligentes y se coartan sus derechos a ser inteligentes, en particular su libertad para ser inteligentes y poder expresarlo. Decía, que hace tiempo que no ando mucho por Facebook.

No es porque Facebook esté demodé (que lo está), sino porque anduve muy ocupada leyendo sobre temas biológicos. En particular, sobre biología evolutiva y neurociencias; verdades originales, como todo aquello que involucre electrodos.

Me pareció importante y necesario educarme un poco en lugar de andar repitiendo como lora (hembra del loro) conceptos como “desigualdad de género” o simplemente “género” o tan sólo “desigualdad”, deudores de matrices ideológicas obsoletas.

Basándome en las premisas metodológicas de Karl Popper y de Thomas Kuhn, arranqué con una búsqueda bibliográfica. Esto me llevó, primero, a referentes de la Iglesia Evangélica Cuerpo de Cristo, una de las principales instituciones que reivindican la biología por sobre las creencias sin ninguna base científica. Allí aprendí que el “feminismo radical” y la “ideología de género” son herederos del “marxismo radical” y de la época “posmoderna radical” hija del victimismo identitario globalizado que todo lo mezcla y marea, sobre todo penes y vaginas. Como reacción a esto, Donald Trump (que en realidad es un detractor de la ciencia, o sea que debería estar con las feministas: esto en filosofía se llama “paradoja”) es presidente de Estados Unidos. Bueno, eso no lo dicen ellos, pero lo leí en Facebook.

Como buena pichona de investigadora, de la bibliografía general (la de los científicos del Cuerpo de Cristo) pasé a la bibliografía específica. Esto me llevó, casi sin escalas, a adentrarme en la profundidad del pensamiento del psicólogo canadiense Jordan B Peterson, el señor de la foto. Este científico de ley tiene un par de libros publicados y es venerado mundialmente –en particular por varones muy inteligentes y algunas mujeres vinculadas a la nobleza y a la derecha española, como Cayetana Álvarez de Toledo– gracias a sus conferencias, entrevistas y su canal de Youtube, en el que explica cómo algunos totalitarismos –entre ellos los feminismos– nos lavaron el cerebro con sus discursos políticamente correctos. Pero como Peterson no es un filósofo postestructuralista que quiere incidir en la vida política, sino un cien-tí-fi-co que quiere incidir en la vida política, construyó una teoría para explicar los fanatismos ideológicos de acuerdo con mecanismos de ondas cerebrales. Fascinante, ¿verdad? Hay más. De acuerdo con la biología evolutiva, las personas, a diferencia de las langostas, que son duras por fuera y blandas por dentro, somos blandas por fuera y duras por dentro (huesos), pero en realidad somos igualitas. Y esto se explica en que las langostas desde hace 350 millones de años ya vivían en un sistema de jerarquías en el que los machos tratan de controlar el territorio y las hembras de seducir a los machos más fuertes y exitosos. Según Peterson, “esta es una estrategia inteligente que utilizan las hembras de distintas especies, incluida la humana”. Y se pregunta, retóricamente, ¿son machistas las langostas? Así, gracias a la ciencia, Peterson deja saldado el tema de las inequidades y roles de “género”, inventos todos del feminismo. También explica la distribución de la riqueza en función de la “econofísica”, es decir, leyes naturales que explican por qué hay pobres y ricos. Pero no voy a desarrollar este punto para no irme de tema. Porque, a pesar de las proclamas de las mujeres que se victimizan todos los 8 de marzo, no está demostrado científicamente que el género y la economía tengan algo que ver.

Este articulo fue publicado en la diaria, el 8 de marzo de 2018.

Proxemia de bebés*

dios

Hace unos años,  conocí a un tipo que cuando me hablaba parecía me iba a chapar. “Estoy en llamas”, pensé entre halagada (me gustaba) y nerviosa. Pero al rato alguien me vino advertir: “tiene un problema de proxemia”. Yo respondí con cara de entender y, por miedo a que se me notara la desilusión, hice una mueca primero de sorpresa (la proxemia debe ser algo raro) y después de compasión (la proxemia debe ser algo grave). La verdad es que yo no tenía la más mínima idea de qué era eso pero sí albergaba la sospecha de que lo que interpreté como deseo era en realidad una patología. Otra vez.

Ahora ya sé que la proxemia es el uso que las personas hacemos del espacio entre nosotros.  Es, además, algo que los científicos de la interacción social ya midieron en centímetros. Es importante. En mi caso, esa persona podría haberse ligado un beso indeseado. Y probablemente algún día reciba una piña indeseada.

Todo esto para decir que mi madre tiene Proxemia Problemática de Bebés (PPB). No sé si está bien llamarlo enfermedad, aunque sí podría ser un síndrome causado por una falta: la mía. La PPB es, entonces, un hábito que adquieren ciertas personas cuando sus hijos deberían estar procreando y sin embargo tienen perros o gatos. O nada. Esto se traduce en acercarse demasiado a bebés ajenos y, en muchos casos, desconocidos y, en casos más graves, tocarlos y, en estadios agudos, intentar hacerles upa y robarlos. Estoy casi segura de que mi madre todavía no intentó robarse ningún bebé. Por lo que pude comprobar estaría atravesando una fase de PPB grado 3, que es la incluye contacto, justo antes del hurto. Obviamente esto me preocupa. Como hija, como ciudadana, y sobre todo como testigo.

El otro día fuimos a una empresa de telefonía móvil a hacer un trámite y, mientras hacíamos la cola, un señor extranjero con un cochecito y un bebé y su suegra (esto es una suposición, podría haber sido su madre. Lo importante es que era la abuela del bebé porque oficiaba como contrafigura de mi madre que no es la abuela de nadie) entraron al local. Cuando vi que venían en nuestra dirección, empecé a ponerme nerviosa y a pedirle al dios de las hijas “que se vayan, que se vayan”. Pero el dios de las hijas no escucha y el extranjero, su suegra y el bebé se pararon justo atrás nuestro.

-¡Mirá Juana, qué divino!- exclamó mi madre.

– Jmmm- respondí sin mirar y sonriendo nerviosa.

El bebé no se veía muy bien porque el cochecito estaba de costado. Mi madre notó esto, entonces reaccionó como cualquier persona con PPB fase 3: sortear el obstáculo para acercarse al bebé y hacer contacto visual para poder decir cosas y, se puede, tocarlo. Como no es lenta ni perezosa, corrió el cochecito del bebé, bajo la mirada absorta de los alemanes. Tampoco sé si eran alemanes pero es otra suposición basada en contrafiguras: su cartesianismo y distancia social europea vs nuestra calidez y desenfado tropical.

– Mamá, no le toques el nene a los alemanes.

– No lo estoy tocando, che- respondió indignada y susurrando.

– Pero les tocaste el cochecito. Están con cara de culo, mamá, por favor- le rogué, también bajito.

Los alemanes estaban visiblemente incómodos y miraban a mi madre, una mujer muy distinguida, como si se tratara de una gitana loca. Mi madre seguía con las contorsiones para poder ver al bebé.

– Mamá, piensan que se lo vas a robar- insistí.

– ¡Cómo les voy a robar al bebé!- Y ahí sí. Habló fuerte.

Acto seguido, la abuela, que tampoco era lenta ni perezosa, miró en alemán a su yerno y se llevó el cochecito, salvando así a su nieto de un secuestro tercemundista. Yo también miré en alemán al padre del bebé, y después a mi madre en un español lleno de suficiencia. Y aproveché el envión para soltar mi monólogo sobre la PPB: que quizás no fuera una patología pero sí un comportamiento para prestarle atención, que creía que se estaba agravando, que un día una alemana la iba a denunciar, que no todos los bebes son tan lindos. Reforcé mi monólogo con lo de los científicos y los centímetros. Incluso acudí a mi humillación del beso que no fue y a mi interés desde entonces por el comportamiento social y los espacios. Pero nada. Ella sólo replicó: “Ni se te ocurra escribir sobre esto”.

Pero los dioses de las madres tampoco escuchan.

*Publicado en la versión papel de la revista Lento. Ilustración de Ramiro Alonso.

Cambio de hábito

baudelaire

Entro rápido, me tumba el vaho, y saludo para abajo para que nadie me escuche. Tecleo mi número de identificación en la computadora de la recepción, me muestra una foto mía ridícula – en ella sonrío demasiado, como pidiendo un favor- y me salta un cartel que me dice: ¡Bienvenida Juana! ¡Esta semana no viniste! ¡Hoy toca tomarte las medidas! Le digo mentalmente a la máquina que estoy al tanto y sigo. Todavía no me saqué los auriculares y alargo el momento hasta el vestuario, como una forma inútil de resistencia. La primera. Voy al baño para mear y a saludar a “Mister Tacho”, un balde de basura parlante que nos pide a las clientas de esta famosa cadena de gimnasios “que cambia hábitos de vida” que por favor le demos de comer a él y no al wáter. Odio a Míster Tacho. Lo llenaría de tampones prendidos fuego. O peor, lo mataría de hambre y atiborraría a míster wáter hasta causar una inundación masiva y así lograr la muerte y destrucción de ese espacio lila lleno de pósters con preguntas afirmativas: “¿Sabías que el ejercicio es el peor enemigo de la depresión?” “¿Sabías que el deporte es más poderoso que la genética?” Y el más desconcertante: “¿Sabías que ejercitarse media hora todos los días combate la sordera?” Todo el local está empapelado con paisajes en tonos pasteles y fotos de modelos excedidas de peso o de la tercera edad que son felices porque lo intentan. También hay fotos de las animadoras (ellas se llaman a sí mismas coaches) que son las encargadas de que las clientas hagamos bien los ejercicios en la media hora obligada – ni un segundo menos, ni un segundo más- que nos toca estar allí. Media hora. Media hora y estoy afuera.

Soda Estéreo y Shakira están a tope y en versión tropical. Espero para entrar al circuito de doce aparatos que tendré que recorrer dos veces y media. Ni un aparato más, ni un aparato menos. Eso me repito mientras caliento en la “plataforma”, un cuadrado de madera donde todas tenemos que hacer algo entre los ejercicios. Yo hago que corro, pero mis compañeras hacen bailecitos. La están pasando bien mientras calculan gracias a un chip si se están superando a sí mismas. Yo no tengo chip. En el medio del circuito están las coaches que nos dan aliento, como encarnaciones infernales de los pósters color pastel.

– ¡Vamos rubia! ¡Vos podés! – dice la más bajita, una morocha de cerquillo tipo pequeño pony, con una extraversión tan impostada que me den ganas de preguntarle todo el tiempo si se siente bien. Yo soy rubia. Me está hablando a mí y claro que puedo. Cómo no voy a poder. Esto es un gimnasio para la tercera edad. Si no puedo, me mato.

– ¡Vamos rubia!- insiste el pony sin mirarme.

Pienso en súcubos. Doy saltitos en mi lugar y pienso en íncubos. Nunca sé cuál es cuál. Pienso en el poema de Baudelaire. Lo juro. No suelo pensar en Baudelaire pero mientras decido si la coach es un súcubo o un íncubo lo invoco. Termina persiana americana y…

– Cambio de estación.

La misma gallega cachonda que habla en los GPS es la que nos dice cuándo tenemos que cambiar de aparato en el circuito. Quiero conectarme a mi mp3 lleno de música de rockeras que buscan venganza pero me da miedo de perderme a la gallega y quedar pegada. Me toca hacer abdominales. Bajo y subo. Bajo y subo.

-¡Vamos rubia que queda poquito!

El súcubo está obsesionada conmigo. Es la única explicación. Y qué raro que insista con lo de rubia, porque ahora estoy bastante oscura. Pero quién sabe. Capaz que tengo aura de rubia. Porque siempre fui rubia. Quizás debería aclararme un poco el pelo ahora que viene el verano. El pony me insiste porque soy la que no tiene chip, la que no va nunca ni se toma las medidas. Seguro que me quiere agarrar al final del circuito para pesarme y venderme suplementos nutricionales.

Bajo y subo.

A mí no me van a agarrar. Soy el último bastión de resistencia. Soy la última esperanza para destruir a este sistema. Soy menor de setenta años y no me tonifico. Permaneceré infeliz, atada a mis genes sedentarios y con problemas de sordera.

-¡Vamos Romina, vos podés rubia linda!- dice el pony, y le da una palmadita en la espalda a una señora que está al lado mío.

La semana que viene me hago el chip sin falta.

Publicado en la versión papel de revista Lento

La Biblia y el Malecón

juana gris Lento_32_Ramiro Alonso

 

El otro día fui a la granjita que tengo abajo de mi casa -donde compro carne, pescados, huevos, embutidos y quesos -y cuando me preparaba para pagar noté algo nuevo en la zona de la caja. Al lado de las plantas de plástico, imágenes de caballos campeones con jockeys enanos, y una computadora que solo juega al Candy Crush, había una foto enmarcada de Fidel Castro estrechando la mano al Papa Francisco. Que el Papa forme parte de la granjita me pareció normal- los dueños son un clan conservador y católico como la mayor parte de la clase media aspiracional argentina, me dije, revolviendo mi cartera -pero que allí estuviera Fidel Castro rompía todos mis esquemas. Sin saber cómo acomodar esa nueva información a mis prejuicios, tardé en sacar los billetes mientras me debatía en posibilidades. Porque, además, gracias a una conversación que presencié hace unos meses, sé que votan a Mauricio Macri. ¿Cómo se puede votar a Macri y tener una foto de Fidel? ¿Por qué justo una foto del Papa peronista y Fidel? ¿Serán peronistas de derecha? ¿Entonces por qué no votan a Sergio Massa? ¿Se habrán tragado el giro popular de Macri bailando cumbia? Como seguía inmersa en mi perplejidad, dejé pasar a una señora para que pagara antes que yo. Y seguí. ¿Fidel significa algo hoy en día? ¿Es Fidel un símbolo político vacío que los votantes de Macri pueden ponerlo sin entrar en un conflicto ideológico? ¿A qué hemos llegado? ¿El comunismo no era anticlerical? ¿Qué significa para ellos que Fidel le estreche la mano al Papa? ¿Una unión entre Cuba y Argentina? ¿Una unión entre un modelo político agonizante y una institución agonizante? ¿Dos revolucionarios viejos? ¿Les gustará Maradona? ¿Será irónico? Y dejé pasar a otra vieja para que pagara, que ya se estaba poniendo nerviosa. Y seguí: ¿Se estará dando cuenta el dueño que estoy mirando tanto la foto? ¿Le pregunto?

No soy lo que se dice una persona simpática. No es deliberado ni algo de lo que me enorgullezca, simplemente no me sale naturalmente eso de sonreír e interesarme por nietos que no conozco. Mi expresión suele ser grave. Además, vivo pensando en pelotudeces, lo que hace que todo me tome por sorpresa, incluso la interacción de rigor para la cual me estuve preparando, en este caso, pagar los huevos. Así que empezar a hablar a esta altura del partido – hace dos años que soy clienta- e indagar sobre el asunto de la foto quedaba totalmente descartado. Y entonces seguí. ¿Será la influencia de su hermano el verdulero que tiene más pinta de peronista que él? Nota: El hermano del dueño de la granjita – que además es dueño del bodegón de enfrente y de varios caballos de carrera- tiene una verdulería pujante a unos metros de su negocio. Le va muy bien, aunque es profundamente infeliz. Basta con ir a comprar un kilo de manzanas para darse cuenta. Tiene cuatro hijos –tres trabajan con él- y piensa que son todos unos pelotudos. Esto lo sé porque dos por tres mientras te da el cambio intentando no quemarse con un cigarrillo que jamás se saca de la boca, suele decir: “No lo escuches a él – por algún hijo que está hablando- porque es un pelotudo”. Y lo dice en serio. Pero tiene pinta de peronista. Aunque quizás sea peronista de derecha. No sé si vota a Macri como su hermano. En todo caso es probable que el padre de ellos fuera peronista. O admirador de Fidel. Claramente hay algo de la política argentina, o de esta familia, que se me está escapando, concluyo, agotada, cuando, ahora sí, junto los billetes para pagar. Y, como no podía ser de otra forma, la interacción me toma por sorpresa.

– ¿Está linda la foto eh?- me dice el dueño.

-Jmm- respondo- mientras me imploro: Juana poné cara de nada. De nada.-

– ¿Qué pasa, cuál no te gusta?- insiste.

No sé muy bien por qué, pero entiendo que en mi respuesta se juega algo clave.

– Me gusta más el de la izquierda, digo, forzando una sonrisa y esperando confundirlo con eso de la izquierda y la derecha.

– Ah, Fidel. ¿Y el Papa? ¿No te gusta Francisco?

– No me gusta la Iglesia- termino respondiendo con una sinceridad innecesaria.

-Mi hijo es cura- me dice con gravedad.

-Es linda la foto- digo apelando a la estética para salir de la ideología.-

– La sacó mi hijo- responde sin soltar prenda.

-Mi cuñado es cura también- miento apurada y al borde de la desesperación. Y vota a Macri, agrego, ya sin fuerzas.

Y huyo pensando en que me tengo que mudar con urgencia. Me tengo que mudar antes de que se entere de que solo tengo hermanos varones uruguayos, y un novio kirchnerista, levemente judío. Pero antes de mudarme tengo ir a devolverle dos huevos rotos.

 

Publicado en la versión papel de la revista Lento.  Ilustración de Ramiro Alonso.

Politizada

Hace días que estoy tratando de pensar en cosas graciosas para contar pero no se me ocurre nada. Miro para afuera y nada. Miro para adentro y nada. Estoy a horas de diagnosticarme depresión clínica severa. Me siento un cuerpo en demolición preparado para el final. Hace calor, además. Muchísimo. Y vivo en Buenos Aires, que debe ser la peor ciudad para vivir en verano. Ahora mismo Argentina es el peor país para vivir para siempre. La última vez que estuve deprimida de verdad fue hace diez años y yo vivía en una ciudad gris de Francia donde llovía todos los días, porque hay lugares en el mundo donde llueve todos los días y el sol sale dos meses al año. En esa época no podía despegarme de la cama y sólo consumía cereal muesli con jugo de naranja. Estuve alimentándome así -ni siquiera era un verdadero muesli, era un muesli de plástico con confites de banana- durante semanas. Vivía en una residencia universitaria, frente a una mezquita horrible, acababa de dejar con un novio histórico de Uruguay que vivía en Nueva York -algo claramente insostenible pero que yo interpreté como un gran fracaso amoroso que me destinaba a un sinfín de otros fracasos amorosos- y no me había hecho muchos amigos todavía, en parte porque me costaba salir de mi cuarto, que había transformado en un búnker. Vivía con la computadora pegada a la barriga, el bol de cereal junto a la cama y botellas de agua que se iban vaciando y rellenando. Tenía dos personas que cada tanto golpeaban mi puerta para constatar si seguía viva. Antoine, mi primer amigo, que me enseñó a armar cigarros y me ofreció una amistad tan generosa como entrañable. Y Patricio, un porteño que me había presentado Antoine apenas me instalé en la residencia, por eso de que éramos los dos rioplatenses. Cenamos la primera vez los tres en el cuarto de Antoine, que de mañana era estudiante de Español en la facultad, de tarde cajero de supermercado y de noche anfitrión. Patricio es psicólogo y estaba haciendo una maestría en la misma universidad donde yo terminaba mi licenciatura en Letras. Patricio tiene ojos celestes y habla con acento del interior, y en realidad estaba allí por seguir a una francesa que estaba viviendo en Bruselas. Hoy Patricio es mi hermano. Pero en la época del muesli casi ni nos conocíamos y él tocaba mi puerta todas las noches cuando volvía del bar donde trabajaba y se metía en mi cuarto a revolver la heladera buscando lo imposible. Me miraba tirada en la cama con la computadora en la falda, rodeada de tabaco y botellas de agua, y me decía: “Sos Onetti, boluda”. Después se iba. Gracias a mi etapa muesli nos hicimos amigos. Conocí a su novia francesa -hoy su mujer-, conocí a sus padres cuando lo visitaron -ellos me conocían de cuentos y cuando me vieron me abrazaron como se abraza a una hija trastornada, es decir, con mucho cariño- y él además hablaba regularmente por Skype con mi madre -también psicóloga-, a quien le decía: “Juana sigue sin levantarse mucho de la cama, pero todo bien”. Finalmente me convencieron, mi madre y Patricio, de irme una semana a la casa de unos amigos en Palma de Mallorca, donde tomé sol y antidepresivos. Un par de meses después, estaba curada, había terminado la licenciatura, las clases de español que daba a escolares franceses, y me preparaba para la buena vida francesa de los posgrados, al fin. Tuve otras recaídas, leves, y siempre me daba miedo volver a La Gran Depresión. Nunca volví. Ahora tampoco. Lo del principio era un chiste, por si no se entendió. Últimamente me está costando bastante ser graciosa.

Un temblor que no pasa

mexico-por-ombu

La entrada al hostel es una cueva iluminada por círculos de neón y vendedores sentados. En el centro de Ciudad de México ya es Navidad aunque todavía queden calaveras del Día de los Muertos. Todos los comercios venden unas luces multicolores enrolladas que se parecen más a un juego electrónico que a un adorno. Es lo que se estila este año, se ve.

Al final del túnel hay un ascensor y hay que apretar el piso 6 y tener reserva para entrar al albergue. Esta es la entrada hasta las ocho de la noche, cuando cierra el comercio de las luces. Después de esa hora hay que entrar por la hamburguesería de la esquina. Hasta las diez. Si se llega más tarde hay que volver a la primera entrada –la de las luces– y tocar un interphone. Bajan a abrir.

***

Los diarios siguen hablando del sismo del 19 de setiembre. Y no es para menos. La ciudad quedó agrietada y con más de un millón y medio de damnificados. Pero eso no lo dijeron nunca fuentes oficiales.

Prácticamente todos los días hay portadas de diarios que aluden a la reconstrucción y a la corrupción, un binomio que repetirán varias personas durante mi estadía: desde colegas en un foro donde se habla de transparencia, gobernancia y datos abiertos (las vedettes del periodismo liberal de Ong) hasta taxistas y vendedores de tacos. El descreimiento en la política partidaria es tal que toda la fe está puesta en la sociedad civil. Si algo volvió a poner en relieve la tragedia de hace dos meses es que los mexicanos se organizan y se ayudan. El pueblo es solidario ante la catástrofe, ante todas las catástrofes que vive ese gigante infectado por los gringos, por el narco, por la persecución y matanza de periodistas, por los sismos y por un poder que hace que el pueblo se sienta desamparado.

***

El Zócalo es tan inmenso y plano que parece vacío aunque haya gente y unas estructuras metálicas que luego se transformarán en escenario. Ya cayó la noche y la zona del centro histórico está iluminada de forma extraña, como si no se quisiera excitar demasiado al turista ni al pasante. Hay que mirar fijo para arriba y descubrir los monumentos mientras se esquiva tocadores de organillos vestidos de soldados beige (hay muchos, quizás formen parte de una secta, son los “organilleros” y no, no son secta sino tradición) y a los policías de azul (hay muchos, quizás formen parte de otra secta. Lo mismo). En el medio, cinco hombres gritan con micrófonos que Jesús está con nosotros.

El Zócalo es tan imponente que hay gente tirada con monos anaranjados rasqueteando cualquier protuberancia. Chicles o pegotes son la excusa para el trabajo esclavo y nocturno. Entonces el turista o pasante cruza El Zócalo, que es como atravesar el mar, y si mira para arriba están los monumentos imponentes y si mira para abajo están los siervos de la espátula en actitud reptil.

***

No hay supermercados cerca del hostel, aunque sí hay mercados grandes, pero mejor no ir porque me dicen es peligroso para personas como yo. Tengo tanta pinta de gringa que directamente me hablan en inglés. Incluso cuando hablo en español me contestan en inglés. En un momento para frenar la ola dije que era uruguaya y me siguieron hablando en inglés. Es como si no me creyeran. La última vez que vine a México, hace unos siete años, me pasó exactamente lo mismo.

En un mismo día dos taxistas me contaron con detalle cómo sus colegas estafan a turistas. El primero fue tan insistente que en un momento me pregunté si no me estaría adelantando mi destino inmediato. No era el caso, pero había un tono de advertencia: acá en México somos honestos y solidarios –ponían como ejemplo las acciones del terremoto– pero no todos. “Esta sociedad está herida”, me dijo el segundo taxista, un ex camionero reconvertido en chofer de pasajeros. Está herida, en parte, porque hay una separación infranqueable entre la clase política y la gente. Incluso acá en Ciudad de México, donde se respira arte, activismo y progresía, los contrastes son tan grandes que cabe preguntarse, de verdad, dónde está el Estado, además de disfrazado de policía. No puedo evitar pensar –pienso en eso todo el tiempo, la verdad– en que Argentina, el país en donde vivo, va derechito a esa misma fractura. Que no se me malinterprete, no hablo de “mexicanización” (eso que dicen los defensores de la guerra antinarco para meter miedo y hacer dinero) sino de mexicaneada. Las medidas ultraliberales del gobierno argentino de los últimos dos años, la impunidad frente a las acusaciones de ocultamiento y lavado (empezando por las cuentas offshore), y la multiplicidad de relatos y verdades alternativas de los medios de comunicación hacen que no pueda evitar pensar que, en algún momento, cuando finalmente la gente le saque el voto de confianza que le renovó este año y se dé bruces contra la catástrofe, el divorcio será inexorable. Otra vez que se vayan todos. Chau política, chau gobierno, hola organizaciones de la sociedad civil. En el caso argentino, al menos, esto resulta curioso, porque muchos de los ex integrantes de Ong que se llenan la boca hablando de transparencia, desigualdad y datos abiertos son quienes ahora oficialmente forman parte del macrismo y sus políticas de desigualdad, ocultamiento y datos abiertos. Porque abrir datos está muy bien pero no es suficiente. Muchas veces la transparencia sirve, justamente, como cortina de humo.

***

Parece que yo tuviera menos hostel que Paris Hilton, pienso mientras miro para abajo para que ninguno de los huéspedes simpáticos me intercepte camino al baño. Tengo una toalla en la mano y ojotas y un jaboncito regalado. Parece que tuviera poco hostel, la verdad, pero viví un año en una residencia universitaria compartiendo baño con desconocidos, así que me autootorgo el cinturón negro en todo esto. Una cosa es viajar y hacer vida de hostel, otra es vivir completamente en un hostel. Yo atravesé por lo segundo y me hice experta en mirar para abajo para no participar de actividades comunitarias del tipo barbacoa, noche de juegos, fiestas de vomitar, etcétera. Ahora utilizo mis conocimientos de antaño para evitar los mismos encuentros en zonas comunales. Pero sí escucho. Oigo a Andrei, un ruso de 50 años que vive en ese albergue desde hace un par de meses, hablar con unas chicas cordobesas. Conversan sobre América Latina y la unión cultural con un entusiasmo casi sesentista. “Somos todos lo mismo”, le dice la chica al ruso. Primero juzgo con sorna silenciosa el comentario. Después pienso en los organillos, los que rasquetean chicles en El Zócalo, las elecciones que se vienen, las que pasaron, la fatigada palabra democracia, el imperio paralelo de buenas intenciones e impactos, los que se quedan fuera desde siempre, los temblores y grietas reales, los otros que siguen nuestros cuerpos, el abandono y las luces de neón, y no me queda otra que, también en silencio, tragarme la soberbia de espía rioplatense y darle la razón.

Publicado en Brecha 11-2017

Adiós, muñeco

Ombú

Se murió el verdulero de la cuadra en que vivo. Cuando lo cuento, digo: se murió mi verdulero. Me enteré por mensaje de texto. Yo no estaba en el barrio, y cuando mi novio fue a comprar fruta se encontró con un cartel diminuto pegado con cinta en la cortina metálica: “Cerrado por luto: falleció nuestro querido Luis”.

Aunque hace cuatro años que vamos a esa verdulería al menos una vez al día, no nos acordábamos de que se llamara así. Nos pusimos nerviosos. El verdulero tiene cinco hijos que también atienden la verdulería y temimos que fuera uno de ellos. O quizás uno de los empleados. Aunque dudábamos que cerrara el negocio por un empleado. No es que una muerte fuera peor que la otra –aunque sí, las muertes jóvenes siempre son trágicas–, pero Luis, si es que el verdulero se llamaba Luis, estaba bastante maltratado por la vida y por sí mismo. La idea nos impactaba y entristecía –¡hablé con él ayer!–, pero tenía más sentido.

Fue el portero de nuestro edificio, que también se llama Luis, quien nos confirmó que la muerte se había llevado al patriarca mientras dormía. Llegó una ambulancia en la madrugada, cuando era demasiado tarde. Luis, el verdulero, estaba divorciado, tenía 65 años y vivía con algunos de sus hijos en un edificio pegado al nuestro. Además era el hermano del dueño de la granjita de debajo de mi edificio, José, que a su vez es dueño del bodegón de enfrente, también cerrados por luto.

Si hubiésemos podido elegir entre la muerte de uno y otro hermano, no habríamos elegido a Luis, que siempre nos cayó bien. A diferencia de José, tenía una impronta más auténtica y poca pinta de cagador. Fumaba sin parar detrás de una caja registradora tan cascoteada como él y a su lado siempre estaba su mascota, una gata arisca llena de agujeros.

La verdulería de Luis es legendaria por sus buenos precios –viene gente de otras cuadras, incluso de otros barrios–, y abastece a todos los negocios de comida de la zona: pleno centro porteño. Además siempre redondeaba a favor del cliente y regalaba comida antes de tirarla. Y así era normal llegar a nuestras casas con tres quilos de uva o cinco paquetes de acelga o demasiados tomates para lo que fuera.

Luis tenía una afabilidad rústica solamente interrumpida por accesos de violencia pública hacia su hijo mayor. Esa parte complejizaba su bonhomía. Rodrigo, así se llama el primogénito, es un coleccionista-vendedor de muñecos de acción tipo tortugas ninjas o He-Man. Por sus referencias y nostalgia de época calculo que debe tener mi edad. Usa lentes, ya está medio pelado y carga con la seguridad sobreactuada de quienes han sido históricamente ninguneados. Entonces habla mucho, fuerte, y a todo le imprime –a su colección de figuritas, a una anécdota sobre las tropas de Hitler, al clima– una trascendencia exagerada. Eso lo convierte en blanco permanente de las burlas de los empleados de la verdulería –que revolean los ojos apenas empieza a hablar–, y exasperaba a su padre al punto de gritarle casi de forma cotidiana: “Rodrigo, pedazo de pelotudo, podés dejar de decir pavadas y ponerte a laburar”. Eran momentos tensos. El galpón lleno de choclos y de papas, espinacas, lechugas, cinco empleados, una cola de diez clientes –siempre hay mucha gente– y unas palabras dichas con desprecio y furia contenida convertían la ida a la verdulería en una inmersión violenta en el núcleo del disturbio familiar. Todos éramos testigos de un conflicto que nunca pude adivinar. ¿Por qué Luis se enojaba tanto con su heredero? La pelotudez puede ser irritante, sí, y quizás le diera vergüenza la exhibición tan pública de nimiedades dichas con ínfulas. Aunque, ¿era para tanto? O simplemente detestaba a su hijo.

Pero me niego a pensar en esos términos. Prefiero creer que Rodrigo funcionaba como un receptáculo de las frustraciones e infelicidad de su padre. Quizás desde su divorcio –que obviamente no sé cuándo fue ni en qué términos– Luis quedó amargado y por eso se dedicaba con obsesión a la verdulería. A las seis de la mañana ya estaba sentado fumando y trabajando y allí se quedaba hasta las nueve de la noche. Y entonces se la agarró con su hijo mayor, porque con alguien hay que agarrársela, y Rodrigo es, realmente, un blanco fácil. Siempre me sorprendió su falta de reacción. El hijo recibía los golpes de su padre con resignación y a veces decía bajito: “Bueno, bueno”. Nunca me quedó del todo claro si era por pusilánime, por avergonzado o por una actitud magnánima. Lo cierto es que apenas me enteré de la muerte del verdulero pensé en él y en cómo le habría afectado. Los vínculos difíciles complican los duelos. “Falleció nuestro querido Luis”, decía el cartelito con letra manuscrita. Estoy segura de que fue Rodrigo quien lo escribió.

***

El negocio sólo estuvo cerrado el día del entierro, y aunque la muerte siempre descoloca, enseguida todo volvió a la normalidad. Al día siguiente la verdulería abrió puntual y con los hijos atendiendo, como siempre, y turnándose en la caja. Aunque todo parece más descuidado. Las lechugas están un poco marchitas y los zapallitos medio podridos. Rodrigo ya no habla de muñequitos. Anda como preocupado y parece mayor. La gata vieja y rota tampoco está más, pero no me animo a preguntar por si tengo que volver a dar un pésame. Ahora hay una gris y chiquita. Se llama Poupée.

Publicado en Brecha 04-2018

13 por ciento

Uber

Al aeropuerto vamos en Uber, aunque estemos en contra y en Argentina sea bastante ilegal. Pero el viaje desde casa es largo y un taxi nos costaría el doble, así que nos guardamos nuestros principios contra la precarización laboral y nuestra indignación por la especulación mercantil y cerramos trato con Hugo Michel, que nos pasa a buscar en una Chevrolet roja con patente terminada en 870. En 40 minutos nos enteramos de que Hugo Michel tiene 35 años, es propietario de su casa, un apartamento que heredó de su madre. Como no paga alquiler ni expensas, trabaja sólo cuando tiene que pagar alguna cuenta. “Es el futuro”, dice con entusiasmo, y no sé si habla de trabajo o de heredar. Con esa camioneta, además, hace turnos como repartidor tercerizado de Mercado Libre. Otro emprendimiento del mal, pienso mutis, y justo él agrega: “Así trabajo cuando quiero y no tengo jefe. Es un privilegio”. Mi novio le dice que qué bien, pero después indaga sobre comisiones y sistemas de pago. La explicación es bastante engorrosa y yo me estoy quedando dormida –son las dos de la mañana– pero llego a entender que Hugo Michel cobra lo mismo desde hace años, aunque la inflación en Argentina sea del 50 por ciento y la nafta esté imposible. Pero lo hace a piacere, aunque la regla es deberle siempre a la empresa. Eso sí, cada vez tiene que salir más tiempo, y –hago cuentas– con nuestro viaje, entre peajes, nafta y tiempo, fue a pérdida. Gajes de la libertad.

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La fila frente a Migraciones a las tres de la mañana es lenta y deprimente. Hay familias con niños que lloran y padres que –es evidente– están odiando a sus hijos. Conjuntos de señoras de algún grupo de viaje o amistad de toda la vida, o cuñadas. Parejas ojerosas que ya no se hablan aunque todavía no haya empezado el viaje. Somos una foto abominable de jogging, camperas infladas, sombreros de paja y esos chorizos de peluche para usar de almohada en un viaje que, aunque sea corto, va a estar lleno de escalas. Para los viajeros low cost, el glamur de vacacionar en el exterior y la promesa publicitaria de nuevas experiencias se transforma en calabaza apenas entramos al aeropuerto. Allí se nos recuerda todo el tiempo que, de llegar a algún lado, llegamos rascando. A cambio de pertenecer barato, estamos en una fila a una hora ridícula y pagamos por cada valija despachada y por el maní. Pero –gracias a Dios– el sistema también está diseñado para poder subir un escalafón y diferenciarnos de la plebe con salas Vip auspiciadas por tarjetas de crédito de distintos grados. Yo tengo una grado medio –soy de un selecto club llamado Selecto Club en inglés– y nos dejan entrar a ese oasis de turistas prioritarios medio pelo lleno de cosas gratis: cerveza, papas chips, cereales, Internet. El lugar está decorado tipo establo chic con sillones de paja y mesas ratonas de madera compensada. Incluso hay baños con duchas para quienes tienen escalas muy largas. Pero la vida es injusta y nosotros tenemos sólo 15 minutos hasta embarcar. En el espacio abundan los varones de mediana edad con remeras lilas y bebés tan despiertos y desconcertados como nosotros, que nos abalanzamos al buffet aunque no tengamos hambre, ni sed, ni nada. ¿Qué se come a las cuatro de la mañana? ¿Una pos cena? ¿Un desayuno tempranero? ¿Un whisky y copetín? Por las dudas agarro todo y lo llevo rápido a nuestra mesa. Engullimos y en los cinco minutos que nos quedan saboreamos en silencio ser tan selectos.

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El privilegio se termina apenas subir al avión, cuando nos tocan filas distintas y los asientos del medio. El plástico es duro y viajamos rodeados de fanáticos de Boca Juniors que alentarán a su equipo en un Brasil preelectoral. Es la tercera vez en la madrugada que, aun con la perspectiva de una vacación por delante, maldigo mi suerte y me enredo en cálculos matemáticos. Hugo Michel salió perdiendo con nosotros; el banco claramente salió ganando con la sala Vip a pesar de que agarré un whisky caro, papas fritas, cereal muesli y un pedazo de pollo, dos aguas sin gas y unas aceitunas; la aerolínea nos está estafando. Despachar una valija sale 30 dólares, que en pesos argentinos ya ni idea; no viajar en el medio tiene un costo extra de 15 dólares. En el momento en que veo el precio de los sándwiches recuerdo un artículo que leí hace poco que hablaba del 1 por ciento y agregaba que, en términos generales, las clases medias representan el 13 por ciento de la población mundial, una cifra que me parece a la vez demasiado alta y escandalosamente baja. Y justamente ese era el problema del artículo, que no se terminaba de decidir sobre cuáles tenían que ser los niveles de ingreso de acuerdo a las geografías. No es lo mismo 20 dólares diarios en África que en Estados Unidos. Miro a la señora que duerme a mi lado gracias a su chorizo-almohada. ¿Cuán clase media será? ¿Habrá comprado el pasaje en cuotas? No la vi en la sala Vip. ¿Qué escalafón representa? ¿Y los socios de Boca Juniors? ¿Llegan a 20 dólares por día? ¿Y los brasileños que están volviendo a su país, son del 50 y pico por ciento que elige a Bolsonaro? ¿Y el capital simbólico? ¿Cuenta para la segmentación? Me consuelo pensando que yo de eso tengo un montón mientras abro un libro sin ganas de leer.

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Llegamos a Bahía en estado zombi y con 30 horas sin dormir. Las combinaciones baratas hicieron que un viaje de cuatro horas durara 12 y nos parezca normal. Llamamos a un Uber y nos pasa a buscar Joel, un chico que además de viajes vende unos suplementos de colágeno en polvo. Tiene el frasco en exhibición justo arriba de la radio y me explica mientras mira mis ojeras por el espejo retrovisor que eso retrasa el envejecimiento. Está con ganas de hablar y nos cuenta la historia de la ciudad y del metro que recién terminaron y de los barrios que son peligrosos y de la pobreza nordestina y de la crisis actual. En medio de su monólogo cabeceo y entro en un medio sueño distópico del explótese a sí mismo entre aplicaciones de transporte, pizza y mercado libre. En un momento vuelvo a escuchar y Joel está contando que no es el propietario del auto. Aunque se dedica a lo mismo que Hugo Michel, no parece ser del 13 por ciento. Nunca salió de Bahía ni tomó vuelos baratos ni comió papas chips Vip. Cuando le preguntamos por su relación con la empresa, no contesta con orgullo emprendedor. Sólo se encoge de hombros y dice: “Es un trabajo”.

Publicado en Brecha 11-2008

Yendo de la cama a la cama

alexandre-le-bienheureux

Hay una comedia francesa que vi cuando era chica que se llama “Buenas noches, Alejandro” y trata de un campesino que, una vez que muere su mujer, decide pasársela en grande no haciendo nunca más nada. Y nada es nada. Para eso diseña un sistema que le permite sobrevivir desde su cama, entrenando, incluso, a su perro para que le lleve el desayuno. No sé si es una gran película- debería verla otra vez – pero está claro que dejó una marca indeleble en mí. Recuerdo haber mirado con admiración a Alejandro pensando: “Cuando sea grande quiero ser eso”. Por esa época también quería ser bailarina en un circo (para que no piensen que carecía de ambiciones) pero como lo de los caballos y las plumas misteriosamente no prosperó me dediqué con porfía y tesón a desarrollar mi otra gran vocación: estar en posición horizontal. No crean que ha sido fácil. Estar acostada, cuando no es de noche y hay que dormir, no es algo que tenga buena prensa. Más bien todo lo contrario. El mundo entero nos está diciendo todo el tiempo que tenemos que levantarnos y andar, y que caminante se hace camino al andar y que ser bípedos es un signo de evolución. Obviamente no estoy de acuerdo con ninguna de estas afirmaciones pero como soy un ser social he tenido que disimular mi estado natural yendo de acá para allá. Hasta este invierno. Antes de proseguir, me gustaría hacer una aclaración: lo mío no es pereza o hastío, o tedio, o el sol negro de la melancolía; simplemente me gusta estar horizontalizada. Así todo funciona mejor: mi cerebro está más irrigado, mi corazón más contento. Todavía no he encontrado artículos científicos que avalen mi hipótesis, pero supongo que es porque las grandes potencias no quieren financiarlos por miedo a que el capitalismo se les venga en banda.

Como ven, he reflexionado mucho al respecto- sobre todo cuando me fui a vivir con mi novio y tuve que convencerlo de que no estaba deprimida sino que simplemente era así y que de paso me alcanzara el agua y la computadora, y algo para picar- y luego de luchar durante años contra la fuerza de gravedad (mi guía, mi aliada, mi luz) decidí abrazarla con fuerza estos últimos meses. Este invierno, el frío y el aumento sideral de los servicios en Argentina complotaron para que yo me reuniera de forma sostenida e intensa con mi verdadero yo. Desempolvé una manta eléctrica que hace años tenía guardada, la puse sobre el colchón y, con la excusa de que el resto de mi casa era Siberia, convertí a la cama en mi base de operaciones. Como Alejandro. Esto alteró bastante mi rutina, la de mi novio e incluso la de mi gato, con quien hemos consolidado una relación de pegoteo casi siamés. El cronograma suele ser el siguiente: me despierto temprano y como todavía no implementé lo de la chata, muy a mi pesar tengo que levantarme para ir a mear. Tirito de frío. Vuelvo a la cama. Mi novio me trae el café con leche, que es un arreglo que tenemos desde hace años y funciona lo más bien. Tomo el café con leche. En general vuelco un poco y me mancho porque estoy dormida y es difícil tomar en taza estando acostada. Quizás debería implementar una pajita. Alejandro lo habría hecho. Puteo sabiendo que es momento de levantarme para bañarme, porque relajo pero con orden. Apago por un rato la manta eléctrica para que descanse. Después de bañarme me visto con ropa como para salir a la calle. Hago toda la mímica de una persona normal. Tiendo la cama e incluso hay mañanas en las que salgo a correr – antes del café con leche y después de mear- aunque no me guste. Después de vestirme dudo si ponerme zapatos –perfume ya me puse- o ponerme las pantuflas. Son unos segundos de negación de mi condición camera donde me debato en posibilidades. Me pongo las pantuflas. Voy hasta mi escritorio y me siento. Ese cuarto está helado y entonces me digo que basta de farsa y agarro la computadora y me la llevo a la cama. Me llevo el mate a la cama. Me llevo una bandeja a la cama. Agarro al gato que anda por ahí en el pasillo y también me lo llevo a la cama aunque todavía no le logrado entrenarlo muy bien para que me traiga cosas útiles. Por ahora solo sube a la cama un elefante de peluche. Me saco las pantuflas, prendo la manta eléctrica, me acomodo la espalda con un par de almohadones y finalmente me vuelvo a acostar. Al fin arrancó mi día.

Publicado en Lento.

 

Como yo siempre digo

Sui+Generis+suig

Siempre resulta curioso- por no decir fastidioso, insoportable, altamente condenable- que las personas repitan expresiones como si se trataran de verdades únicas. Las verdades únicas forman una categoría ubicada entre la verdad revelada y la experiencia única. Ejemplos de verdad revelada: «Hay que dar tiempo al tiempo » « Lo importante es que nos escuchemos los unos a los otros » « Yo suelo decir que quien más da, más recibe » (esta tiene el aliciente de la persona que se cita a sí misma como fuente de autoridad para darle mayor efecto a su verdad). La lista no es tan infinita como parece, porque las verdades reveladas, al igual que los lugares comunes, suelen ser finitos.

Ejemplo de experiencias únicas : « No me gusta el café con leche » « Cuando estornudo siempre se me escapa pichí» « Un día fui al campo y me caí de una yegua en celo ». Las experiencias únicas, al contrario de las verdades reveladas, suelen ser infinitas. O quizás el número se pueda encontrar en la multiplicación de la cantidad de habitantes por experiencias a lo largo de una vida. Pero nadie se va a poner a hacer esa cuenta.

Son las verdades únicas, referidas al principio, las que resultan de peor calaña porque implican una pésima conciencia, no sólo de sí mismo, sino también del otro. Un ejemplo muy común es: « Yo lo que odio es hacer trámites ». Aquí se junta la verdad revelada : hacer trámites es una mierda. Y la experiencia única : yo odio.

Porque a nadie en su sano juicio le gusta hacer trámites. Nunca escuché que alguien dijera  “La verdad es que no me molesta esperar tres horas en una oficina mientras me pasean de mostrador en mostrador, me miran con cara de culo, dicen que no pueden ayudarme, me hacen volver a Informes donde me pasan a Coordinación del tercer piso donde me gruñen que en realidad tengo que ir a Ejecuciones, del segundo, donde me escupen un pedazo de bizcocho sin querer porque justo el chico estaba desayunando. Aunque el escupidor resulta ser, a pesar de las apariencias, alguien muy comprensivo y tiene a bien explicarme que en efecto mi trámite es algo muy pero muy complicado, un trámite casi interplanetario, de esos que nunca se pueden resolver, aunque nos contactemos con las altas esferas, o sea Dios. Porque Dios también es empleado en un mostrador – la canción la tenés ¿no ?- Pero que el trámite existe, existe. La persona del bizcocho una vez escuchó de un caso similar. Por eso quien ya se terminó el bizcocho llama a la persona detrás de bambalinas para hacerle la consulta. La persona escondida lanza un gemido, o un gruñido, un suspiro muy sonoro indicando algo así como: sí, puede ser, pero qué ganas de molestar. El fanático de los bizcochos y de Sui Generis se siente Dios por un segundo y acepta ingresar la consulta a su computadora. La computadora le dice que la sucursal que me corresponde es la 45. Y esta es la 52. Obviamente la sucursal 45 queda muy lejos de la 52. Pero se puede hacer un cambio de sucursal. No, él no puede. Para eso hay que llamar por teléfono. Señorita, no se permite usar el celular en el establecimiento, dice un guardia de seguridad que no se sabe de dónde salió. Así que mejor volverme a mi casa. Quizás un día pueda hacer el trámite. Ha habido casos”.

Después de una experiencia similar es muy probable que salgamos del establecimiento bastante angustiados, con sensación de derrota y atisbos de desesperación. Hay quienes incluso puedan calibrar la idea de un suicidio. Y no los juzgo. Yo misma coqueteo con esa posibilidad cada vez que salgo de una oficina. Es eso o intentar ordenar el mundo mediante categorías. Es que odio hacer trámites (verdad única) Una vez fui a hacer un trámite y me escupieron bizcocho (experiencia única) Pero como yo digo siempre: lo que no te mata, te fortalece (verdad revelada con autocita de autoridad).

Publicado en la versión papel de la revista Lento

Un mundo mejor, para ti, para mí y para toda la raza humana

facebook

Todas las noches, antes de disponerme a dormir, le converso un rato a mi novio. Ya a oscuras, suelo referirme a la jornada, hablar sobre el porvenir o simplemente sacar tema para evitar que se acabe el día. Soy una suerte de comentarista nocturna, algo que él, que es normal y de noche tiene sueño, no aprecia demasiado. En general, por gentileza, dice “jmm” o “ahh” mientras se va quedando dormido y yo termino hablando sola. Pero la otra noche, en lugar de murmurar desde el más allá, mi novio exclamó: “Juana por favor, qué estás diciendo, no entiendo nada.”

Entonces repasé mis palabras. Había hablado sobre el hijo de una conocida que creo que es albino pero no estoy segura. En el caso de no ser albino es inexplicable que sea tan claro porque sus dos padres son muy morochos. Formulé mi duda acerca de si ser albino es un tema tabú o no. Si se le puede preguntar a una persona si su hijo es albino o hay que decir nomás: ay mirá qué rubio. O callarse la boca. Luego le dije que quería ir a un restorán de comida africana que queda cerca de casa. Es de un senegalés. Ahí meché algo sobre los albinos negros, que en realidad son blancos. En África los persiguen y los matan. ¿O es un mito? Y a modo de cierre le pregunté si estaba al tanto de que adentro de Alf había un actor enano. Iba a seguir pero ahí fue cuando mi novio se sacudió el sueño para interpelarme. Prendió la luz. Me quedó mirando. Y yo me di cuenta del dislate: todo el contenido de mi monólogo había salido de Facebook. Era parte de lo que había consumido hasta hacía pocas horas en la red social. La foto del hijo de un conocido al que no veo hace diez años, la publicidad de la comida africana, el artículo sobre el enano de Alf. Y era tan solo un ínfimo porcentaje de mi bullicio mental.

Creo que estoy en problemas. Desde que trabajo en mi casa y no veo mucha gente, cada vez me cuesta más separar mi vida real de la virtual. Me río, me indigno, comento, miro fotos – muchas- de personas que no sé quiénes son. Es posible que haya reemplazado la enajenación de la cablera de noticias de la redacción en la que trabajaba por el timeline de Facebook. Tengo la capacidad de atención de una mosca enferma pero me quedo enganchada. Patrullo la red social. El otro día, por ejemplo, mientras caminaba por la calle me di cuenta que estaba pensando en un contacto de Facebook. No es un amigo mío en la vida real. Nunca la vi personalmente. Pero cada vez que lo leo me fastidia. Es alguien que quiere quedar bien todo el tiempo. Para eso se creó un personaje insoportable: se la pasa publicando fotos de lo que cocina y de lo que lee, y de la música que escucha y comentando sobre lo bien que la pasa en su casa, y de las hierbas de su balcón. Y los placeres de la vida. Y yo la verdad es que no le creo nada. Hay gente a la que sí le creo, e incluso envidio. Pero él me parece un impostor. Me explico: no dudo de que haga todas esa cosas (cocinar, escuchar música, etc) sólo que creo que no se la pasa tan bien como nos quiere hacer ver. Incluso creo que las hace solamente para postearlas. Digamos que es un efectista del Facebook, una categoría un tanto redundante que me inventé hace un tiempo y que habla más de mi precaria salud mental que de la red social. Pero no importa. El tema es que el otro día mientras caminaba por el mundo real – cagándome de frío, que es a lo que me dedico últimamente- sorprendí a mi mente pensando en ella. Y preguntándome qué haría mi contacto antes de la existencia de Facebook. ¿Cómo construiría la imagen de sí mismo? ¿Llamaría por teléfono a algún amigo-conocido para comentarle que se estaba por papar un risotto al funghi con remolachitas bebés remojadas en jerez? ¿Iría a un bar y le contaría al de la barra sobre sus lecturas y sus glorias? En serio. ¿Cómo era la vida de este tipo antes de la vidriera? Y a todo esto: ¿cómo era la mía? ¿Veía a más personas? ¿Espiaba a mis vecinos? ¿Tenía mayor capacidad de concentración? ¿Hablaba y pensaba más coherentemente? La reflexión se interrumpió cuando llegué a la pollería. Uno de los vendedores, un hombre viejo, flaquito, claramente golpeado por la vida, sonreía con pocos dientes y cantaba enajenado una canción de Michael Jackson que sonaba en la radio. Esa que dice que hay que curar al mundo, hacerlo un mejor lugar, para ti y para mí, y para toda la raza humana. El viejo pronunciaba muy bien su inglés. Estaba rodeado de pollos pálidos y cantaba la canción de un negro albino. La imagen era tan enternecedora como inquietante. Algo perfecto para postear en Facebook.

Publicado en la revista Lento